La última vez que miré a Budapest, mis párpados se sentían pesados por el sueño.
Las calles estaban vacías, iluminadas por el primer sol de la madrugada, con el que yo había amanecido para seguir viaje a Praga.
Muy lejos de esos trenes veloces, puntuales y confortables que son marca registrada del viejo continente, o de los míticos vuelos super baratos que proveen las líneas aéreas de bajo costo, yo seguía viajando en autobús.
Vivir en un país tan grande como Argentina hace que sus habitantes estemos acostumbrados a viajar muchas horas por tierra. Y yo no me iba a amedrentar por hacer un tramo de 530 kilómetros en seis horas y media. Especialmente cuando el costo de ello es de veintidós euros.
Tenía tiempo, ganas de ahorrar y estaba de buen humor a pesar de que el horario de salida era a las siete de la mañana desde un rincón gris y soviético de la ciudad: la terminal de la empresa Orangeways, en las puertas del estadio Albert Florian
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Este blog le debe mucho a los autobuses |